En estos momentos daría lo que fuera por saber cantar, siempre he creído que si sabes cantar no se te puede romper el corazón, porque a través de la voz puedes convertir el dolor en belleza. Pero yo no se cantar y por eso escribo, que tampoco se hacerlo, pero me ayuda a devolver el sentimiento a su estado genuino.
Cuando me llegó la noticia no podía creerlo, no quería, imposible, tu no. En las horas que han ido pasando desde entonces, alucina, sabes qué es lo que por encima de todo me ha resonado dentro? tu risa, también tu voz cálida, pero sobre todo tu risa, esa risa que recorría toda la expresión de tu cara hasta estallar en tu mirada. Y es cuando me doy cuenta de que no volveré a oirla fuera, ya sólo dentro, es cuando se me parte el alma.
Nos conocimos un fin de semana de carambola, casi recién salida de mi cursillo de iniciación a la escalada... cuando era casi una cría. Había quedado con un compañero del curso para ir a trepar y allí estaba, esperando en una boca de metro, entonces no había móviles y sólo unos pocos afortunados tenían coche, cuando paró un ibiza blanco y por las ventanillas salieron dos caretos con una sonrisa de oreja a oreja que yo no conocía de nada.. que venimos a buscarte, que tu compi no puede venir. Eran Luis y Martín. Después de un microinstante de desconcierto salté al coche y pregunté: a dónde vamos? a Galayos.
Aquellos fueron algunos de los días más felices de mi vida, y fueron sólo el principio. A ese le siguieron cientos de fines de semana cada cual mejor.
En aquella época el fin de semana no era sábado y domingo, era un portal a otra dimensión en la que el tiempo no existía, todo era un rotundo ahora.
Daba igual si trotábamos por la Pedriza inspeccionando rincones nuevos o conocidos, o si era por Galayos, o en el Peñón de Ifach o en Montanejos o en Contreras..., daba igual porque éramos pequeños bichillos navegando en un océano de bosque y roca, o de roca y piedras, pero siempre siempre la risa estaba presente, la risa, la curiosidad, la emoción.. plenitud. La escalada no era un deporte, ni siquiera un estilo de vida, solo era un juego, y ese juego compartido era la razón de vivir.
Contigo me hice como escaladora, y en algunos aspectos, algunos de los buenos, como persona, si es que esta división tiene sentido.
En todo ese tiempo que escalamos juntos nunca supe qué grado hacía, ni siquiera que ese concepto existiera, no había números, al menos para mí. Sólo líneas, unas mejores y otras no tanto, pero siempre buenas porque tú eras un gourmet de la roca. Líneas, agujas, paredes, unas más fáciles y otras más difíciles, y si eran más difíciles pues apretábamos más o nos agarrábamos a la cinta, o pisábamos el clavo y ya está.
Aún así a veces cuando no podía subir y me enrabietaba, tu eras el único que sabía neutralizar de forma natural mis salidas de ego sin enredarte con ellas, tan solo te daban risa, una risa franca, un poco socarrona y muy amorosa. Sin enfadarte, sin preocuparte y sin condescendencias, simplemente se volvían absurdas ante tu risa y se desvanecían como humo en el viento.
A lo largo de la vida nunca he confiado en un Maestro, o soy muy cabezota o no me lo he encontrado, que para el caso es igual. Pero sí ha habido personas que han sido hitos, balizas en medio de la nieve, la niebla y la ventisca, que me han ayudado a encontrar el camino. Tú has sido una de las más importantes.
Da igual que hayamos pasado largas temporadas sin vernos, siempre nos hemos tenido presente, con saber que el otro estaba bien, que era feliz, todo estaba en orden. Y cuando nos veíamos de nuevo era como si tan solo hubiera pasado un día.
Para mi eras luz en este mundo que a veces se me antoja sórdido y sin alma. Y ahora se queda un poco más oscuro. Doy gracias a la vida por haberte conocido y por todos los momentos compartidos, a pesar de la tristeza que me aprieta la garganta y el pecho.
Hasta siempre mi precioso amigo.